Oyó un crujido en el piso superior, sobre su cabeza. No había duda, eran unos pasos, y se habían detenido en escuchar el ruido. El resto de la casa estaba en silencio; tanto que hasta le pareció oír la respiración entrecortada de aquél que se había detenido por temor a ser descubierto; aquél al que él había venido a buscar.
Ana le dijo que su marido estaría en casa a esa hora:
–Lo encontrarás ya acostado. Es un hombre de costumbres, de horarios fijos, de vida soberanamente previsible. A las diez de la noche se quita las gafas de leer, las deja en la mesilla, antes de subir las escaleras apaga la luz del salón, y asciende los escalones con el mismo ritmo de cada día. Va al baño, donde se demora ocho minutos; se sienta el la cama con el antifaz en una mano y mientras se tumba, con la otra apaga la luz.
Se detuvo antes de subir la escalera. Le resbalaba una gota de sudor en dirección a la mejilla. Tenía el pulso acelerado, y sintió la extraña sensación de haber vivido antes aquella situación. Un escalofrío le recorrió el cuerpo desde el alma hasta la planta de los pies.
Para sobreponerse pensó en Ana. Su dulce y querida Ana. El motivo por el que despertaba cada mañana; por el que estaba dispuesto a arriesgar todo lo que tenía, que sin duda era tan poco como su dignidad.
–Cuando entres en la casa, no olvides sacarte los zapatos para ser más sigiloso, y para evitar las huellas. No olvides que nuestra habitación está en el piso de arriba. Allí estará Bernardo con la mirada vetada por su amado antifaz, y su sueño profundo por los somníferos que ninguna noche deja de tomar. No lo olvides. No olvides coger el almohadón que te habré dejado preparado. Debes cogerlo con las dos manos, tensando los brazos hacia los laterales para que gane rigidez.
El corazón le quería salir por la boca. No tenía madera de asesino. De gamberro, tal vez. De alguien con quien nadie quiere tener problemas, también. Pero de allí a asesino había algo más que un almohadón de diferencia. Y él, ese algo, se lo había dejado de camino a casa de Ana y Bernardo.
Empezó a subir la escalera con lentitud, y le dio la sensación que ya la había subido otras veces. De algún modo su consciencia le alertaba que ya había estado allí haciendo aquello… Pero, ¿cuándo?
-Mi vida, – le había susurrado una noche Ana al oído- ya he encontrado la solución a nuestro problema. Ya sé cómo hacer para poder dormir juntos cada noche, despertarnos abrazados cada amanecer… salir de la mano a la calle, a pasear… He pensado mucho, y ahora ya la tengo. Es simple. ¡¡Es muy simple!! … Hemos de sacar de en medio a Bernardo….¿ Entiendes? Hemos de hacerlo desaparecer…
Te explicaré cómo hacerlo; te daré las llaves de casa; te lo prepararé todo; y un martes por la noche, que yo no llego hasta las doce, tú entrarás en casa y te desharás de él. De manera fácil, limpia, sin dejar rastro.
Cuando yo llegue, él ya estará muerto, y yo llamaré a la ambulancia para que vengan de inmediato. Estaré muy apenada, pero tú sabrás que en mi interior será como si alguien hubiera abierto un gran ventanal para que entrara el aire. Y ese alguien, habrás sido tú.
Una vez llegados hasta aquí… simplemente faltará que dejemos pasar un tiempo, para evitar cualquier sospecha, y después… Seré tan tuya como tú mío.
Las palabras de Ana le resonaban en su mente, cada vez más aturdida.
Llegó al final de la escalera. No había nadie en el pasillo, y torció a la derecha, tanteando con las manos la pared para hallar el pomo de la puerta.
Al fin dio con él. Cerró por un instante los ojos, y lo giró lentamente, mientras notaba como la puerta iba cediendo.
En la habitación, el mismo silencio casi sofocante.
La luz que se colaba por las rendijas de las persiana permitía ver con bastante claridad. A lo lejos, la cama con un bulto en el lado izquierdo, que parecía estar a la espera.
No tuvo ninguna sorpresa al ver el interior de la habitación; era como si ya la conociera. Y sin embargo él no había estado nunca allí.
Se despejó la mente algo contrariado, y cogió el cojín con ambas manos, con seguridad pero sin excesiva fuerza. Se acercaba a la cama con pasos callados, como si su peso hubiera dejado de existir. Llegó al lado de Bernardo, que dormía con el antifaz puesto. Lo miró un segundo antes de abalanzarse bruscamente con el cojín sobre su cara; y como un destello recordó la visión de su rostro. Ya lo había visto antes… en ese lugar.
Mientras apretaba con fuerza la almohada, su cuerpo empezó a tener espasmos. Luchaba para intentar liberarse de aquella pesadilla, que muy a su pesar, era demasiado cercana como para no ser cierta. Aquella presión iba a poder más que sus pulmones.
Al fin el cuerpo de Bernardo dejó de moverse tras el último ahogo. Estaba inmóvil. Se esperó unos segundos para asegurarse de que estaba muerto.
Salió de la habitación, sintiendo de nuevo esa sensación de deja vu, ese regusto en su interior de haber vivido otra vez lo sucedido. Empezó a bajar la escalera con la urgencia de salir de allí. En ese momento se sintió extraño; algo perdido. Perdido en el tiempo y en el espacio. Él no era un asesino, pero acababa de matar a un hombre. Lo había hecho por Ana y tal vez, ahora se arrepentía, aunque ya era demasiado tarde. Ese peso le acompañaría para siempre. Intuía que aquello había ocurrido infinitas veces.
Debía darse prisa en abandonar de la casa. Al llegar al salón oyó un crujido en el piso superior, sobre su cabeza. No había duda, eran unos pasos, y se habían detenido en escuchar el ruido. El resto de la casa estaba en silencio; tanto que hasta le pareció oír la respiración entrecortada de aquél que se había detenido por temor a ser descubierto; aquél al que él había venido a buscar….