lunes

Con la mirada perdida, sube al autobús y se sienta junto a la ventana. En la misma dirección del movimiento… nunca de espaldas.  Se marea. Su vista se pierde entre escaparates, gente que camina, letreros luminosos, coches, motoristas, árboles, bancos….  no mira nada en concreto. Se deja llevar. Se palpa en el ambiente que es lunes. Los ánimos están  por los suelos, y la gente tiene pocos alicientes para mantener la sonrisa de camino al trabajo. Eso, los que todavía lo conservan.

Las tertulias radiofónicas dan pocas esperanzas a la economía, los desahucios llenan portadas de diarios, los carteles de la campaña electoral han salido como setas, colgados de las farolas. La gente está nerviosa, mucho suspiro, mucho cartel de “se vende”, “se alquila”, “se traspasa”… en los locales del barrio, mucha gente husmeando en los containers, con o sin disimulo. Las cosas han ido cambiando desde hace unos años.

Solicita parada y baja del bus. Tiene el pulso alterado, y le cuesta mantener la mano quieta. Al poner los pies en la acera se da cuenta que se ha olvidado la bufanda en el asiento. Gira la cabeza, pero el autobús ya ha desaparecido entre la multitud. Otra señal que hoy no será un buen día. El letrero luminoso de su frente anuncia “lunes de mierda”, aunque la u esté fundida, y la m tiemble como sus manos inquietas.

Deja escapar un suspiro, e intenta retener una lágrima que quiere escapar de su ojo derecho. Camina aparentemente decidida, aunque está tocada y hundida. La semana pasada su novio se fue de casa. El martes le confesó “tener ciertas dudas sobre la relación”, “debes comprenderme”. El miércoles ya estaba vacía su parte del armario, y ciertas marcas en la pared mostraban los vacíos de sus cuadros. En el baño, sólo un albornoz. Media cama sin deshacer. El jueves parecía que nunca hubiera existido.  Ni un rastro de él. Nada.

El viernes su jefe la despedía del trabajo. “Recortes en el presupuesto”, le dijo “debes comprenderme”, mientras le daba unas palmaditas en la espalda.

El sábado llovió todo el día, y su única compañía fue la manta del Ikea de color rojo, bajo la que intentaba esconderse, estirada en el sofá. No quiso llamar a nadie. No quiso hablarlo con nadie. No quiso llorar. No quiso compadecerse. Tampoco quiso comprender a nadie.

Si el sábado hubiera aceptado el llanto, ahora no estaría sumida en esta lucha entre su cabeza y su ojo derecho. Faltan sólo 5 minutos para la entrevista y está delante del portal, con los ojos cerrados, pautando la respiración, inspira, expira, inspira, expira…. intentando pensar en cosas bonitas, que le gusten, que le hagan reír…. sí, hombre… esas cosas en las que se piensa… en ésas…. pero, cuáles son??

No lo consigue, e intentando pensar en una playa preciosa, resulta que él está a su lado. Pensando en cuando era pequeña, piensa en su abuela a la que tanto añora, piensa en un chiste, y lo recuerda a él explicándolo, piensa en helado de fresa, y se acuerda de las veces que por sorpresa, él la había llevado a la heladería de la esquina, piensa…. se bombardea de imágenes que aparecen, pero al reconocerlas como inadecuadas, intenta hacerlas desaparecer…. y entre medio de todo este lío, ya pasan 10 minutos de la hora de la entrevista, y ella ya está llorando en medio de la calle, y lentamente se va arrodillando, hasta quedarse hecha un ovillo, sola, y empieza a llover, y no tiene paraguas.

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